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El incierto destino de los responsables de la seguridad del dictador
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- Francisco Olivares
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Una mirada al destino final de los dos hombres más temidos de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez: Pedro Estrada y Miguel Sanz.
Cuando se vive bajo dictadura los niños que crecen en esos sistemas absorben los temores naturales hacia el régimen y aprenden a convivir o sobrevivir con los sobresaltos familiares. Casi siempre se da por sentado la eterna permanencia de la autocracia que impere que es el único modelo referente a esa corta edad. Pero el final puede aparecer de manera fortuita y queda impreso en la mente de la nueva generación con mayor profundidad que la que posteriormente puede proveer la lectura o las historias contadas.
En estos días en un video que se hizo viral, el recién nombrado ministro del Interior, Diosdado Cabello, le dice a un niño que la policía lo va llevar a su casa. La primera reacción del niño fue preguntarle: “¿Por qué? ¿Se van a llevar a mi mamá?”.
Seguramente para ese niño, de unos 8 años aproximado, su vida normal transcurre entre riesgos, escasez y amenazas en su entorno. Desde su barrio habrá visto o vivido el temor a la policía y a la represión.
Y esa escena me transportó a enero de 1958, el último mes de la caída del dictador general Marcos Pérez Jiménez, porque afloraron recuerdos de mi niñez y cómo percibí esos últimos días bajo tiranía.
En aquellos meses, antes del golpe que derrocó a Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958, la vida cotidiana caraqueña seguía su curso normal, a pesar de la incertidumbre constante. Los niños de la época nos enterábamos que había huelgas y protestas porque nos suspendían las clases y se sentían tensiones en los adultos. Se producían los llamados toques de queda y la ciudad quedaba desierta a partir de las 7 de la noche. Desde las ventanas observábamos sigilosos el silencio de las calles oscuras en las que ocasionalmente aparecían hombres uniformados mirando a los lados.
A veces en mi casa se reunían tíos o vecinos y casi como un acto clandestino ponían la radio aprovechando un aparato de gran potencia que conectado a una gran antena que había en el techo permitía captar bandas de otros países y de esa manera se enlazaban con emisoras que desde el exterior informaban lo que ocurría en Venezuela.
A una cuadra de nuestra casa, se encontraba la lujosa vivienda de Pedro Estrada, al final de la calle Las Marías con Vaamonde, que conecta con el Caracas Country Club. Esa casa posteriormente se utilizó para instalar allí a Radio Nacional de Venezuela.
Lo único que sabía entonces sobre ese misterioso nombre es que cada vez que pasábamos por el frente lleno de guardias mi papá señalaba: “Esa es la casa de Petro Estrada”. Para nosotros, el hombre que conformó uno de los sistemas de inteligencia más modernos de la época y dirigió la temida Seguridad Nacional, sólo era un nombre siniestro de quien solo sabíamos que todos le temían.
Aquella aparente tranquilidad en la que vivíamos, sorpresivamente se interrumpió la mañana del 23 de enero. Desde temprano vimos pasar aviones de guerra volando sobre Caracas. Escuchábamos a los adultos decir: “¡Están bombardeando a Miraflores!”. Otros niños decían en broma: “¡Están tirando flores!”. Cerca del mediodía a las puertas y jardines de las modestas casas de clase media de la cuadra, los vecinos comenzaron a gritar exaltados: “¡Cayó Pérez Jiménez!”.
Al rato mis padres tomaron el Ford 57 blanco y azul para unirse a las caravanas que se fueron formando en toda la ciudad para celebrar el inesperado acontecimiento que anunciaba el advenimiento de la libertad. Regresaron cerca del atardecer con la bocina del auto casi sin sonido.
A esa corta edad y sin vigilancia, mis dos hermanos y yo quedamos en casa viendo desde el jardín a la gente que pasaba celebrando. Lo único que se me ocurrió fue buscar un viejo revolver 38 que guardaba mi papá en una gaveta, sin municiones, recuerdo de mi abuelo que fue coronel en los tiempos de Juan Vicente Gómez. Tomé el pesado revolver y lo calcé en mi cartuchera de vaqueros (la revolvera), muy utilizada por los niños de la época, me puse el sombrero de alas anchas y me aposté “armado” en el jardín preparado para acudir a la defensa de la rebelión.
No sé si pasaron horas, un día o dos, pero el nombre de Pedro Estrada volvió a aparecer de manera inesperada. Comenzamos a ver una multitud del lindante barrio Chapellín que subía pasando frente a nuestras casas en dirección al Country Club. Al poco tiempo la gente regresaba con cara de fiesta cargando con muebles, camas, lámparas, floreros, cuadros y cuanto objeto puede haber en una casa. Los trofeos los llevaban en los hombros o en carruchas caseras. Un grupo que llevaba una gran cama hacía pausas en el camino y se acostaba en ella unos minutos para luego continuar la marcha.
“¡Están saqueando la casa de Pedro Estrada!”. Se escuchó decir a varios vecinos.
Al poco tiempo la gente en masa se incorporó al saqueo y un grupo de niños de mi cuadra nos envalentonamos y fuimos hasta la famosa casa a mirar de cerca el saqueo. Ya con la casa casi vacía y destrozada, se veía a los jóvenes del barrio Chapellín nadando felices en la piscina de la lujosa vivienda.
Al día siguiente fuimos a la casa de una tía, que vivía muy cerca de nosotros, en San Rafael de la Florida, en donde se había reunido parte de la familia. El tradicional silencio de la zona se interrumpió cuando un vecino nos alertó de que algo extraño ocurría en la casa de enfrente. Nos asomamos y de repente, vimos volar cojines desde una casa a la de al lado. Nos enteramos que la autora era la señora que cuidaba la misteriosa casa.
Al observar lo que ocurría escuché por primera vez un nombre. “¡Están saqueando la casa de Miguel Sanz!”, de quien no sabía nada antes, pero por el tono de los adultos entendimos que era otro de los que llamaban “esbirros”.
En poco tiempo muchas personas de la zona, entre ellos dos tíos de la familia, no perdieron tiempo y se incorporaron al saqueo. En el transcurso de las horas y escuchando las conversaciones de los adultos, me enteré que se trataba del segundo hombre de la siniestra Seguridad Nacional, quién vivía allí desde hacía varios años con su esposa, la famosa actriz argentina, Zoe Ducós.
El instinto de supervivencia
Pedro Estrada, un hombre experto en materia de inteligencia policial, con amplia formación en el área, hablaba inglés porque vivió en Trinidad, con experiencia en organizaciones como el FBI y la CIA, durante su exilio en Estados Unidos, en una etapa anterior al ascenso de Pérez Jiménez, había decidido irse del país junto a su familia desde el 10 de enero, consciente de que los días del régimen militar estaban contados. Algunos sectores del entorno gubernamental ya lo tenían en la mira y buscó asilo político a tiempo. Vivió gran parte de su exilio en República Dominicana, Estados Unidos y finalmente fue acogido en Francia donde murió en 1989, a los 82 años.
A diferencia, a su mano derecha, Miguel Silvio Sanz, “el negro Sanz”, jefe de la Brigada Política de la Seguridad Nacional, no le dio tiempo de escapar. Tal vez no encontró cupo en el avión “La Vaca Sagrada” que trasladó a Pérez Jiménez o éste no lo invitó a su escape.
El negro Sanz se había asilado en la Embajada de Colombia pero el ministro de Relaciones Exteriores y el Procurador General lo solicitaron como reo por delitos comunes y fue entregado al mes para ser juzgado por delitos comunes. Fue detenido y procesado junto otros miembros de la Seguridad Nacional por los tribunales del nuevo gobierno democrático.
Durante muchos años pudimos seguir viendo algunos objetos de aquel saqueo en una de las casas de la familia. Con ellos, los nombres de Pedro Estrada y de Miguel Sanz cobraban vida, porque teníamos algo de su historia y una comprensión más elaborada de aquellos años.
Fuimos entendiendo que aquellos dos vecinos fueron dos figuras clave para el sostenimiento de una tiranía militar. Vivieron entre lujos y poder, pero también con los sobresaltos de que algún enemigo interno o externo pusiera fin a sus privilegios.
Pero como ocurrió con estos dos personajes, al final son los más vulnerables y cuando están frente a un cambio que pueda producirse o frente a una amenaza que pone en riesgo su propia vida, están dispuestos a negociar su seguridad a cambio de toda la información que una vez obtuvieron de todo su entorno, de los personajes más cercanos e incluso del líder máximo.
Estrada, cuando sospechó que podía ser objetivo de un importante sector militar del entorno más cercano de Pérez Jiménez, no sólo puso a su familia en resguardo, sino también sus recursos financieros. Al abandonar el país se llevó una de las cosas más preciadas por él: los más importantes archivos de todas aquellas figuras políticas y militares a las que había investigado, no sólo de los enemigos del régimen sino de sus propios aliados. Eso quizás le permitió neutralizar amenazas y la extradición que durante años fue solicitada por los sucesivos gobiernos de esa primera etapa democrática que vivió el país.
Como ha ocurrido en la historia de las viejas y nuevas autocracias, siempre hay los personajes siniestros que se ocupan de manejar los servicios de inteligencia. Estos personajes guardan celosamente sus archivos, especialmente aquellas grabaciones que implican a altas figuras de la élite y allegados que hayan recibido sobornos para comprar lealtades que es la fórmula más común para mantenerlas controladas o ser utilizadas para sacar del camino a algún alto funcionario por sospecha de traición.
Sanz no tuvo la misma visión que su jefe y no pudo vislumbrar que se avecinaba un final. Fue sentenciado a 16 años de prisión, condena que no cumplió completa por indulto presidencial de Rafael Caldera en 1969 por enfermedad terminal y al poco tiempo murió. Terminó solo, sin amigos, sin sus bienes y hasta olvidado por la historia.