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Crónicas de Bajmut - Mertvy Russky

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a small stuffed animal sitting on top of a wooden bench unsplash Jan Kopřiva

Marcos Tarre

Mertvy Russky

Fue durante los primeros días, en el Dombáss. Un caserío que se llama, o se llamaba, porque ahí no quedó nada, Shyroke, o algo así… A los suramericanos del Batallón Vovkodak nos habían agrupado. Logramos frenar la ofensiva y recuperar terreno. Era plano, verde, se podría decir casi hermoso, si no fuera por las ruinas, todo destrozado, piedras, vidrios, papeles y ropas esparcidos entre la hierba y matorrales, impactos de balas y metralla en los pocos muros que quedaban de pie. Me tocó la retaguardia. Hacía calor, el sudor me impregnaba el uniforme, todo se sentía más pesado, el gran morral en la espalda con mis cosas, el chaleco antibalas, cargadores y los pertrechos. Todavía se escuchaban esporádicos disparos, lejanos. Pasamos los restos humeantes de un BTR-90 con la Z mal pintada en los costados.

Olía a metal, aceite quemado y carne chamuscada. Llegué a un descampado en dónde varios de mi grupo rodeaban un cuerpo. Me acerqué y lo vi. Un chamo, un carajito, boca arriba, no se veía sangre ni heridas, pero estaba muerto. Ese fue el primer muerto que vi en la campaña. Por debajo del uniforme verde oliva tenía la típica franela de rayas horizontales azules y blancas que usan los rusos. En la cabeza, una gorra con una estrella, los parpados medio abiertos dejaban ver los ojos azules. Piel rosada, pálida. Parecía dormido, provocaba sacudirle para despertarlo. O agacharme y cerrarle los ojos. Marcio, mi amigo de Sao Paulo no le apartaba la vista, apretando el AKM contra el pecho. Martín, el porteño que siempre hablaba de más y sabía de todo, estaba extrañamente callado. Se acercó Jairo. Todos lo respetábamos. Tenía experiencia de combate. Durante años formó parte de un batallón de contraguerrilla del Ejército colombiano. También era de más edad que nosotros. Lo respetábamos y también lo admirábamos un poco. Se abrió paso, se paró al lado del cuerpo y con su bota le dio una fuerte patada en la cara. Y de inmediato lo escupió. Sorprendidos, todos reaccionamos. Yo lo increpé, indignado.

-¡Coño, Jairo! ¿Qué te pasa? ¿Estás loco?.

Nos miró a todos, uno por uno. Luego se paró frente a mí.

-Este gonorrea huevón es un hijo de la gran puta…

Señaló hacia las ruinas de una casa vecina.

-¿Será que pueden seguirme, en vez de ‘seguir ahuevados’ viendo al mono ruso muerto? Mertvy, cómo dicen acá… Finado. Muerto y bien muerto.

Caminamos en fila india hacia los restos de la casa. Seis hombres, cada uno de un diferente país latinoamericano, en ese entonces armados con fusiles de asalto AKM rusos, cascos canadienses, uniformes camuflados británicos, chalecos antibalas japoneses, correajes polacos, botas españolas… Caminamos en silencio detrás de Jairo, con la cabeza agachada, entre los restos de ropa, vajillas rotas, bolsas plásticas, cascotes, vidrios, tuberías, tierra ennegrecida y lo que parecía haber sido una huerta de verduras. El olor a muerte. No por la descomposición, no, mucho antes… Un olor especial, una sensación especial, una percepción distinta, una dimensión diferente… Ahí, en medio de los escombros estaban el cuate de Jalisco y el paraguayo Chapai, de pie y atentos, algo nerviosos. Alrededor de ellos, en la tierra, los muertos. Varios. Postrados en distintas posiciones. Dos soldados rusos, uno con los pantalones abajo, enseñando un culo blanquesino, y dos civiles, mujeres, una vieja y la otra joven, y un perro, también muerto, un pastor alemán grande y bien alimentado. Olor a muerte y a sangre. Jairo hizo un gesto vago, señalando los cuerpos.

-Los sorprendimos violándolas… El mono con carita de ángel que vieron allá las agarraba mientras… Trató de escapar y corrió unos metros… Los otros dos no pudieron ni correr.

Jairo se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. En voz baja agregó:

-Los hijoeputas violaron a las dos… Creo que también violaron al perro. Nunca había visto algo así… Ni los ‘farrucos ni los helenos’ eran tan cabrones…

Se detuvo, como reflexionando, pensando o recordando, y corrigió:

-Bueno, en realidad, sí… Los farrucos y los helenos hacían las mismas vainas y peores…

Martín, el argentino, preguntó:

-Mirá Jairo, ¿y las minas? ¿Las dos mujeres? ¿Qué pasó?.

Jairo alzó los hombros, con resignación.

-Fue un tiroteo rápido… Son daños colaterales, como dicen… Vainas que pasan en la guerra…